Eran lobos nocturnos, cazadores clandestinos de muros y superficies, bombarderos sin piedad que se movían en el espacio urbano, cautos1, sobre las suelas2 silenciosas de sus deportivas. Muy jóvenes y ágiles. Uno alto y otro bajo. Vestían pantalones vaqueros3 y sudaderas4 de felpa negra para camuflarse en la oscuridad; y, al moverse, en las mochilas manchadas de pintura tintineaban5 sus botes de aerosol provistos de boquillas6 apropiadas para piezas rápidas y de poca precisión. El mayor de los dos tenía dieciséis años. Se habían conocido en el metro dos semanas atrás, por las mochilas y el aspecto, mirándose de reojo7 hasta que uno de ellos hizo con un dedo, sobre el cristal, el gesto de pintar algo. De escribir en un muro, en un vehículo, en el cierre metálico de una tienda. [...]
Los dos eran chicos recién llegados a las calles, todavía con poca pintura bajo las uñas. Chichotes vomitadores, dicho en jerga8 del asunto: escritores novatos de firma repetida en cualquier sitio, poco atentos al estilo, sin respetar nada ni a nadie. Dispuestos a imponerse tachando lo que fuera, firmando de cualquier modo sobre piezas ajenas, con tal de hacerse una reputación. Buscaban, en especial, obras de consagrados9, de reyes callejeros; grafitis de calidad donde escribir su propio logo, el tag, la firma mil veces practicada, primero sobre un papel, en casa, y ahora sobre cuanta superficie adecuada se topaban de camino10. En su mundo hecho de códigos, reglas no escritas y símbolos para iniciados, donde un veterano solía retirarse a poco de cumplir los veinte años, un tachado sobre una firma ajena era siempre una declaración de guerra; una violación de nombre, territorio, fama de otros.