Como ando de promoción de mi última novela (cuando publicamos, los escritores somos feriantes entregados a la venta itinerante de nuestro libro, tan bueno, tan bonito y tan barato), últimamente me estoy pasando media vida sentada en un tren. En uno de esos trayectos, hará un par de semanas, cayó en mis manos la foto de una manifestación masiva en Cáceres reclamando un ferrocarril digno. Entre 15.000 y 25.000 personas, dependiendo de las fuentes, muchísimas en cualquier caso a juzgar por la imagen, y una enormidad para una ciudad de 90.000 habitantes, salieron a la calle bajo la lluvia luchando por un derecho que parece más del siglo XIX que del XXI. Me chocó.
Amo los trenes. Me gustan como medio de transporte, humano, sostenible y tranquilo, pero también me gustan por lo que representan. No hay símbolo más universal del progreso que el tren, como esos ferrocarriles de vapor que supuestamente iban civilizando las ciudades sin ley del viejo Oeste, expulsando a los caciques linchadores y cambiando a los pistoleros por periodistas, según nos ha contado Hollywood infinidad de veces con épico entusiasmo. [...]
Y es cierto que el tren abre las puertas del futuro. Comunica, transporta, desarrolla económica y culturalmente, dignifica y enriquece la vida de las localidades más o menos aisladas y quizá sea el remedio más efectivo contra la despoblación. Uno tiende a creer que a estas alturas, con nuestros flamantes AVE recorriendo el país, la red ferroviaria española debe de ser lo suficientemente moderna y competente. Pero los extremeños nos gritan que no es así. Según datos de 2017 de la Coordinadora Estatal en Defensa del Ferrocarril Público, el 70% de la inversión en infraestructuras ferroviarias se dedica a la alta velocidad, que apenas es utilizada por un 4% de viajeros. En cambio, los trenes de cercanías, regionales y de media distancia, que transportan al 96% de los usuarios, reciben menos de un tercio de los fondos y se van hundiendo en la vejez y la incuria. Con el agravante de que la modernización de un kilómetro de vía convencional (hasta alcanzar velocidades medias de 165 kilómetros por hora) es 10 veces más barata que la construcción de un kilómetro de AVE. Y la situación parece ser especialmente dramática en Extremadura. Es tanto el deterioro del servicio, tantísimas las pifias1 y catástrofes, que el pasado mes de octubre el presidente de Renfe se vio obligado a pedir públicas disculpas a los extremeños.
Siempre me sorprendió que una ciudad tan estremecedoramente bella como Cáceres, con su impresionante casco viejo, fuera tan desconocida en el mundo, en Europa, incluso en nuestro país. Ni siquiera su utilización como plató para Juego de tronos (ahora la celebridad se adquiere por estas boberías) ha servido para ponerla en el lugar de visibilidad que se merece. Sentada en mi costosísimo AVE y leyendo la noticia de la manifestación, de pronto todas las piezas encajaron. Según el índice de Gini, que mide la desigualdad interna de los países, los peores puestos de la UE los ocupan Grecia, Italia, Portugal, los Estados bálticos y Reino Unido; pero inmediatamente después vemos España y Rumania. Por desgracia aquí ya estamos acostumbrados al abandono de las zonas rurales y no nos choca que los pueblos se vacíen y se vayan convirtiendo en ruinosos esqueletos de piedra. Pero lo que resulta más difícil de digerir es que una ciudad con semejante envergadura arquitectónica e histórica pueda sufrir la misma desatención, y por eso su caso nos sirve de aldabonazo2 y espejo. ¿Queremos de verdad un país dividido en dos niveles? Cáceres, a tan sólo 300 kilómetros de Madrid, nos parece un destino casi remoto, al otro extremo de un tren que no funciona y de un modelo de desarrollo que no comparto. Deberíamos cambiar de ferrocarril para poder llegar a un futuro en el que no haya media España agonizando, igual que agoniza lentamente Cáceres, como una hermosa y monumental ballena varada en la arena de una playa.