Pero no fue todo bien. Y empezó una dura batalla por la defensa de mis escondites1, de mis espacios y noches. Antes, sólo debía esconderme, ser cautelosa2, deslizarme3 silenciosamente por el pasillo hacia las puertas que separaban la zona del parquet sin encerar4 al parquet encerado. Ahora debía ser infinitamente más precavida5, porque llegaban a casa desde el colegio notas inquietantes, que mamá leía con el ceño fruncido6. Antes, en alguna ocasión, me había llamado a su gabinete7, donde había un tocador8 lleno de frasquitos9 de cristal y espejos10 que también retenían y lanzaban destellos11, aunque no tenían significado para mí. Sólo eran reflejos, no mensajes, no palabras de luz, tenues, estallantes, diminutas estrellas, como en las noches del salón, debajo del sofá. Mamá tenía entre los dedos un papel, y llevaba puestas las gafas, lo que le daba un aire aún más severo:
—Te he llamado porque aquí me cuentan que no te portas bien en el colegio. El primer día, te dormiste en la misa y, además, lloraste. Eso me extraña, porque yo estaba orgullosa12 de ti, precisamente porque eres una niña que no llora sin motivo. Además, no quisiste comer, y te escondiste debajo del pupitre. Me dicen que están sorprendidas de que a tu edad supieras el alfabeto, y que no te ha costado13 aprender a leer, pero que, por otra parte, no tienes ninguna disciplina, en el recreo no quieres jugar con las demás niñas, y apenas pueden arrancarte14 una palabra...