Rápido, rápido, rápido iba arrastrando1 el río los decapitados en la lejana2 Colombia y por las calles de la Rambla. El río era el Cauca, el de mi niñez, y la Rambla la de mi muerte, la de Barcelona. Y mientras el niño que fui seguía desde la orilla del río eterno el desfile de los cadáveres con gallinazos encima que les sacaban las tripas y salpicaban3 de sangre el agua pantanosa4, el viejo que lo recordaba veía desde su mesa de café, viendo sin ver, el deambular interminable de la Rambla: el ir y venir de esa ciudad ociosa5 que llevaba años y años sin dormir, yendo y viniendo por los tres andenes6 de esa avenida o paseo, de la Plaza de Cataluña a la glorieta de Colón y de ésta a aquélla, como tratándose de encontrar a sí misma. El insomnio de la ciudad se le había venido a sumar7 al propio, y contando los dos del viaje ya llevaba cinco días sin dormir. —Cinco días sin dormir —pensó el viejo— no los aguanta8 ni un muerto. Y pidió otro vermut. Se había instalado como un turista más en el Café de la Ópera, que tenía mesas afuera, en el andén del centro. Desde esas mesas se podía ver enfrente, cruzando la calle, el hueco9 donde estuvo antaño10 ese teatro famoso que se quemó, ¿y que se llamaba cómo? ¡Qué más da, se me olvidó! Todo pasa, todo se olvida: teatros, barrios, hoteles, ciudades, perros, gatos, gente... Del incendio del teatro no quedaron sino ruinas y cenizas; y cuando descombraron11 las ruinas y el viento se llevó las cenizas quedó el hueco.
En París, en el Charles de Gaulle, por confusiones ya no de los verbos sino de las que arman los funcionarios de inmigración, al viejo iluso y tonto acabado de desembarcar de México no lo dejaron pasar de una sala a otra del aeropuerto a tomar el avión a Barcelona. —¿Por qué? —preguntó. —Por colombiano —le contestaron—. O sea por ladrón, atracador12, secuestrador, narcotraficante y asesino. [...] Por poco lo meten preso: lo mandaron para Suiza al no poderlo esfumar13 en el aire.
En Suiza anduvo de aeropuerto en aeropuerto, de mostrador14 en mostrador, y cuando por fin llegó a Barcelona, a la media noche, dos días después de haber salido de México, los de Air France le habían extraviado15 el equipaje16.
Cuando llegó al hotel cayó en lo que he dicho, en un insomnio insondable. Y digo insondable por llamarlo de alguna manera, aunque la verdad, la verdad, lo que sí es de verdad insondable es la muerte. ¡Pero cómo dormir en una ciudad que por vivir no dormía! El viernes tenía que hablar en la feria y era lunes. ¿O martes? Ya ni sabía, con el cambio de horario se le había enredado el carrete. Volando su avión sobre las nubes y la oscuridad del mar océano, las horas habían ido cayendo como fichas de dominó, tumbándose las unas a las otras: la una se volvió las dos, las dos las tres, las tres las cuatro... ¿Anocheciendo o amaneciendo? Es lo que ya no sabía: al lado izquierdo (eso sí lo sentía) era donde tenía el corazón. Y mientras el viajero insomne trataba de dormirse en su cuarto del hotelucho de dos estrellas que sumaban tres, la Rambla afuera, a unas cuadras, seguía en su ir y venir empecinado, yendo y viniendo, yendo y viniendo, como en sus buenos tiempos Junín.
¿Sí te acordás de Junín?
¡Cómo olvidarla! Por esa calle bulliciosa de la ciudad inefable había transitado, del Parque de Bolívar a la Avenida de la Playa y de vuelta de ésta a ése como un péndulo idiota de reloj, su juventud inútil.