Me despierto en el autobús y
me cuesta1 reconocer dónde estoy. De las montañas, ríos y glaciares de hace apenas unas horas no queda ni rastro, de hecho, no
queda2 nada. Nada a la derecha, nada a la izquierda, el autobús
avanza dando tumbos3 en medio de la nada, la boca me sabe a arena, hay tanto
polvo4 dentro como fuera del vehículo. Sí, estamos en el desierto. El paisaje es inexistente, una inmensa
llanura5 de tierra,
pastizales6 y
matorrales7 que adivinan el verde que
esconden8 tras las
capas9 de arena que todo lo cubre y uniformiza. El autobús sigue
traqueteando10 por
una carretera11 que no es tal, sino una pista de tierra
allanada12 con un
rumbo13 fijo a ninguna parte. Un guanaco mira el paso del autobús
sin inmutarse14 y
sigue rumiando15. El horizonte es una fina línea recta que separa el ocre del azul. De repente a lo lejos aparece un grupo de árboles, al acercarnos se descubre una casa en medio de
un rodal16, es una de las estancias, antiguas
fincas17 inmensas de ganado ovino de cuando la época del auge de la lana. Todas tienen nombre de mujer (Anita, Catalina, Rosalinda,...) en la puerta de entrada, demasiado orgullosa para lo que ahora queda dentro de sus
verjas18. Más kilómetros y más horas sin rastro humano y al superar una colina, como sacado de un antiguo libro de ciencia ficción podemos ver lo que parece un antiguo telescopio que no tenemos ni idea de si seguirá en uso pero que por lo oxidado que parece y por encontrarse donde está, pensamos que pasó a mejor vida hace ya bastante tiempo.
Más kilómetros, más horas y más polvo en nuestros pulmones, el paisaje sigue siendo nulo, parece como si la Tierra, cansada de maravillarnos con sus formas y exageraciones, hubiera decidido pasar a un segundo plano y dejar el protagonismo al cielo. No había visto tanto cielo en mi vida, lleno de nubes de todas las formas, puedes ver llover, zonas soleadas, y tormentas de verano, todo a la vez. Empieza a caer la noche y comienza el festival de colores, las nubes empiezan a tornarse rosadas y en seguida aparecen los naranjas, rojos y amarillos. De espaldas al sol, el cielo se vuelve morado y violeta, todos los colores conocidos se encuentran en este cielo. Todos menos el verde, ése se lo reserva la llanura para recordarnos que sigue ahí aunque ahora se muestre tímida y reservada. Pero es sólo
un espejismo19, el autobús sigue avanzando y en el horizonte donde antes sólo había una línea más o menos recta, ahora empiezan a
asomarse20 los afilados dientes de unas montañas todavía lejanas. Son los Andes, hacia los que la carretera se dirige en su
empecinada21 línea recta, y por primera vez podemos distinguir entre ellos el inconfundible perfil de los montes Fitz Roy y Cerro Torre.