Cuando ponía el punto final, olvidaba la realidad y leía lo escrito como si fuese una obra de ficción. Si le gustaba, sabía que estaba ante un buen reportaje. Era su prueba del nueve. El resultado no será una obra de arte, ni tampoco una versión más próxima a la verdad que la humilde noticia; era un híbrido que exigía del periodista un talento y un equilibrio superiores, magníficos, de largo aliento, capaces de transmitir una sensación precisa y ajustada de lo ocurrido, aun al precio de desfigurar la realidad, de descoyuntar el hecho cierto, pero sin nunca traicionar su esencia intrínseca, paradójicamente represora, cercenadora...
– S í, ¿quién es?
La voz que oyó del otro lado del hilo era ronca, contenida, severa, imperativa. El periodista creyó que estaba ante otra amenaza de algún contrabandista de Vilavedra por el último informe que había publicado – justamente, un reportaje – en el semanario de difusión estatal en que trabajada. Y se resignó a escuchar las palabras de su anónimo interlocutor. «Ahora me diría eso de que me va a mandar a un amiguiño que me va a repasar1 las costillas». Pero se equivocó de remate. Aquel hombre acababa de preguntarle si iba a continuar la investigación que había comenzado sobre las redes
del narcotráfico, y no se manifestaba preocupado por lo que podía
descubrir, sino justamente porque decidiese abandonar la pesquisa2 sin indagar más. Toda una sorpresa.
– Pero, ¿quién es usted? – exclamó Carlos, al darse cuenta de la inesperada situación.
– Dígame primero si está dispuesto a ir a fondo contra esos asesinos... o si solo se trataba de llenar unas páginas y cobrar dinero.
Carlos Conde escrutó el cielo plomizo como si quisiese asegurarse de que seguía allí, real como la vida misma, oscuro, verdadero.