Las cuatro en punto, ahora sí. Encendió la lamparilla de la mesa de noche, se puso las zapatillas y se levantó, sin la agilidad de antaño. [...]
Se desnudó y, en zapatillas y bata, fue al baño a afeitarse1. Prendió la radio. En La Voz Dominicana y Radio Caribe leían los periódicos. [...]
Se había lavado los dientes y ahora se afeitaba, con la minucia
que lo hacía desde que era un mozalbete2. [...] La limpieza, el
cuidado del cuerpo y el atuendo habían sido, para él, la única
religión que practicaba a conciencia. [...]
Salió de la bañera y se dio un chaparrón en la ducha. El contraste de agua caliente y fría lo animó. Ahora sí estaba con ánimos. Mientras se echaba desodorante y talco prestó atención a Radio Caribe. [...]
Se puso el calzoncillo, la camiseta y las medias3, que Sinforoso4 había doblado la víspera, junto al ropero, al lado del colgador donde lucía el traje gris, la camisa blanca de cuello y la corbata azul con motas5 blancas que llevaría esta mañana. [...]
Tuvo que dejar de vestirse, cegado. La rabia ascendía por todos
los vericuetos6 de su cuerpo, río de lava trepando7 hasta su cerebro, que parecía crepitar. Con los ojos cerrados, contó hasta diez. La rabia era mala para el gobierno y para su corazón, lo acercaba al infarto. [...] Siempre supo controlarla, cuando hizo falta: disimular, mostrarse cordial, afectuoso, con las peores basuras humanas, esas viudas, hijos o hermanos de los traidores, si era necesario. Por eso iba a cumplir treinta y dos años llevando en las espaldas el peso de un país. [...]
Se puso de pie, ya calzado. Un estadista8 no se arrepiente9 de
sus decisiones. Él no se había arrepentido jamás de nada. [...]
Cuando estuvo peinado y hubo retocado los extremos del bigotillo10
semimosca que llevaba hacía veinte años, se talqueó la
cara con prolijidad11, hasta disimular bajo una delicadísima nube
blanquecina aquella morenez12 de sus maternos ascendientes, los negros haitianos, que siempre había despreciado en las pieles ajenas y en la suya propia. Estuvo vestido, con chaqueta y corbata, a las cinco menos seis minutos. Lo comprobó con satisfacción: nunca se pasaba de la hora. [...]
Cogió un bastón y fue hacia la puerta. Apenas la abrió, oyó los tacos de los dos ayudantes militares:
-Buenos días, Excelencia.