Fui el fugitivo de la policía:
y en la hora de cristal, en la espesura
de estrellas solitarias,
crucé ciudades, bosques,
chacarerías1, puertos,
de la puerta de un ser humano a otro,
de la mano de un ser a otro ser, a otro ser. [...]
Una vez, a una casa, en la campiña,
llegué de noche [...].
Entré, eran cinco de familia:
todos como en la noche de un incendio
se habían levantado.
Estreché una
y otra mano, vi un rostro y otro rostro,
que nada me decían: eran puertas
que antes no vi en la calle,
ojos que no conocían mi rostro,
y en la alta noche, apenas
recibido, me tendí al cansancio2,
a dormir la congoja3 de mi patria. [...]
Tierra nocturna, a mi ventana
llegabas con tus labios,
para que yo durmiera dulcemente
como cayendo sobre miles de hojas,
de estación a estación, de nido a nido,
de rama en rama, hasta quedar de pronto
dormido como un muerto en tus raíces.