Fue uno de los inviernos más crudos en la memoria colectiva. [...] Soldados, muchos de ellos heridos, emprendieron la marcha hacia la frontera con Francia detrás de miles y miles de civiles, familias enteras, abuelos, madres, niños, infantes de pecho, cada uno con lo que podía llevar consigo, algunos en buses o camiones, otros en bicicleta, en carretones, a caballo o en mula, la gran mayoría a pie arrastrando1 sus pertenencias en sacos, una lamentable procesión de desesperados.
[...] 4 de agosto de 1939, en Burdeos, quedaría para siempre en la memoria de Víctor Dalmau, Roser Bruguera y otros dos mil y tantos españoles que partían a ese país de América del Sur, aferrado2 a las montañas para no caerse al mar, del que nada sabían. Neruda habría de definirlo como un «largo pétalo de mar y vino y nieve...» con una «cinta de espuma3 blanca y negra», pero eso no les habría aclarado su destino a los desterrados. En el mapa Chile era delgado y remoto. [...] Iban llegando trenes, camiones y otros vehículos llenos de gente, la mayoría salida directamente de los campos de concentración, hambrienta4, débil5, sin haber tenido oportunidad de lavarse. Como los hombres habían permanecido separados durante meses de las mujeres y los niños, los encuentros entre parejas y familias eran un delirio de drama y emoción. Se descolgaban de6 las ventanillas, se llamaban a gritos, se reconocían y se abrazaban llorando. Un padre que creía muerto a su hijo en el Ebro, dos hermanos que nada sabían el uno del otro desde el frente de Madrid, un curtido7 soldado que descubría a su mujer y a sus hijos, a quienes no esperaba volver a ver. [...]
Pablo Neruda, vestido de blanco de pies a cabeza, con su esposa, Delia del Carril, ataviada8 también de blanco y con un gran sombrero de alas, dirigía las maniobras de identificación, sanidad y selección, como un semidiós, ayudado por cónsules, secretarios y amigos instalados en largos mesones. La autorización quedaba lista con su firma en tinta verde y un timbre del Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles. [...]
En las horas siguientes terminaron de subir los afortunados pasajeros; en tierra quedaron cientos de refugiados que no tuvieron cabida9. Al anochecer, con la marea alta, el Winnipeg levó anclas10. En la cubierta11 unos lloraban en silencio y otros entonaban en catalán, con la mano en el pecho, la canción del emigrante: «Dolça Catalunya, / pàtria del meu cor, / quan de tu s'allunya / d'enyorança es mor»12. Tal vez presentían que no volverían nunca a su tierra. Desde el muelle, Pablo Neruda los despidió agitando un pañuelo13 hasta que se perdieron de vista. También para él ese día sería inolvidable y años más tarde escribiría: «Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie».