Aquellos eran los árboles más altos del mundo. Desde la casamata1 -vivienda plantada en medio de la azotea2, sobre el octavo piso, se veían las grises copas invernales. Era frente al parque del Retiro. Y la cocina estaba apagada en el frío atardecer, junto a la alcoba única con los amontonados escasos muebles y mi retrato de veinte años antes. Ese retrato de invictos3 orgullosos ojos que me dan tanta risa.
– ¿Qué será de los compañeros? –pregunté a Maruja, como si hablara solo.
–Verás como alguno llega sano y salvo.
Me parecía delgadísima, más pequeña y encogida4 –si cabía– que yo mismo. Lo malo resultaba ser que nos mirábamos con miedo, sin valor para decirnos la verdad. Seguramente que teníamos encima el peso de los cuerpos de Pedro y de Fernando enterrados hacía tres semanas, a lo mejor comidos ya por los gusanos5. [...]
Sonaba el ascensor. No importaba si era poco rato. Pero daba miedo cuando seguía y seguía subiendo ronco6 hasta llegar arriba, al último piso del edificio. Quienesquiera que fuesen –los policías secretos– podían alcanzar los finales escalones y asomar7 a la terraza con sus ansiosas desencajadas8 caras.
«Como vengan esos hijos de puta los cosemos a tiros antes de entregarnos9» pensé.
– ¿Oyes?
–Sí. Ha llegado al octavo –dije.
No tuve fuerzas de acercarme al baúl donde guardábamos dos pistolas, municiones y el máuser oxidado del ejército. Y en seguida vimos el rostro lívido aquel, pegado a los cristales de la puerta que daba a la terraza.
–Es Pedro –dijo Maruja.
– ¿Pedro?
–Sí. El otro Pedro.
–Pedro segundo –murmuré.
Me acordé entonces del chico grandón, moreno que era maestro de escuela. Sabíamos que se había ido con otros cuatro o cinco compañeros a la guerrilla de los montes, por las sierras de las Villuercas y Altamira, cerca del Tajo. Traía el mono10 y la pelliza destrozados, hechos puros andrajos, y las botas también rotas y cubiertas de lodo11. Los ojos se habían vuelto más grandes y redondos, con un velo de susto o de locura. Destacaban entre sus cejas espesas y sus oscuras barbas revueltas y muy crecidas.
– ¿Te ha visto alguien subir? –le preguntó Maruja.
–No. Creo que no.
Tomamos asiento al borde de la cama, porque no había sino dos sillas. Y se puso a contarnos que los guardias civiles cazaron a tiros a su hermano mientras trataba de huir nadando por el río. [...]
Hacía mucho frío en la vivienda. Y no quedaba leña12 para prender el fogón de la cocina. Ni papeles teníamos. Pero le di al muchacho una manta y ropas mías limpias.
–Toma. Tienes que quedarte aquí a pasar la noche...
Mañana ya hablaremos.
–Aquí mismo puedo –dijo, después de cambiarse las mojadas13 y andrajosas14 ropas. Se sentó en una silla de la cocina, y se envolvió en la manta.
Maruja y yo nos acostamos enseguida. [...]
Lo oíamos allí mismo. Oíamos cómo se agitaba en la incómoda silla y cómo tosía de
vez en cuando.
–Tendrá frío –dije.
–Sí –dijo Maruja.
–Podíamos decirle que pasara. Hacerle un poco de sitio a mi lado en la cama –susurré.
–Bueno.
Me incorporé, entonces. [...]
– ¡Pedro!
–¿Qué?
–Ven. Acuéstate acá.
–No –negó tímidamente.
–Anda. Vente.
Lo sentí venir tambaléandose15, el bulto grande y torpe de su cuerpo entrar debajo de las sábanas. Cayó como en un pozo de agua tibia y dulce, y se quedó dormido, sin respirar apenas, como si tuviera la ilusión de quedarse ya muerto para siempre. Ni siquiera escuchaba con atención el ascensor cuando subía y subía siglos, roncamente tétrico. Ni parecía querer saber que tendremos que aguardar aquí todos juntos en santa promiscuidad, hasta que vengan los policías y nos maten.